Finalmente llegó. Ha sido un recorrido extraño, pero llegó.
El debate sobre la muerte de la «objetividad» periodística ha llegado al Perú. Fina cortesía de este incidente:
Antes de continuar, permítanme una advertencia:
No voy a hablar de personas, sino de principios. De ideas, no de declaraciones. De arquetipos, no de situaciones concretas.
Que es algo que trato de hacer siempre en este tipo de columnas, por supuesto. Pero hoy, con este caveat emptor –la forma huachafa de decir ampay me salvo–, quiero excusarme, de una buena vez, de prestarle algún tipo de atención a cualquier comentario que intente personalizar esta discusión.
Dicho esto, sigamos.
Y para seguir, vamos a tener que dejar de mirarnos el ombligo. Vamos a tener que prestar atención al que quizás termine siendo uno de los tuits más influyentes de la historia:
Tampoco los quiero aburrir sumergiéndolos en un debate gringo. Peor aún: en un debate de periodistas gringos. Pero sí es relevante para la sociedad peruana, y ya veremos cómo.
El resumen ejecutivo de lo que está pasando en los medios norteamericanos es el siguiente: la aguda polarización de los Estados Unidos se ve como el fracaso de la supuesta aspiración de la prensa de convertirse en el referente común sobre el cual una sociedad intercambia sus ideas.
En el contexto de Black Lives Matter, cada vez más periodistas cuestionan la «objetividad», entendida, entre otras cosas, como la necesidad de presentar «ambos lados» de una cuestión. En ese ambiente, el tuit de arriba desató una polémica sobre la necesidad de descartar o preservar la objetividad periodística.
El debate es fascinante, y he estado esperando la oportunidad de comentarlo por aquí.
Y la oportunidad llegó en la forma de Juliana Oxenford entrevistando a Christian Rosas.
Vean la entrevista. Pero véanla en serio, porque me da la impresión que muchos opinantes no la han visto. Para muchos de ellos, gente que de alguna manera sigue la idea del tuit mostrado, sólo el hecho de convocar a Rosas es cuestionable, porque no se le debe dar pantalla a fanáticos que atentan contra la salud pública al exigir que le permitan aglomerar gente y, peor aún, combatir el uso de la mascarilla en plena pandemia.
Las defensas a la pertinencia de la entrevista, casi todas, apelan a la libertad de expresión y una serie de derechos constitucionales que le estarían siendo conculcados al ciudadano Rosas si se le negase aparecer en el noticiero. Además, se expresa la necesidad de incluir todas las posturas en el debate público. Una ruta distinta sería coquetear con el totalitarismo.
Irónicamente, esto que acabo de hacer, estos dos párrafos que acabas de leer, son un intento performativo de objetividad. Para asegurarme de que tú y yo tengamos un mismo punto de partida en esta discusión, aunque terminemos discrepando, he tenido que reseñar ambos argumentos en conflicto. Punto para la objetividad.
El problema es que «objetividad» puede ser muchas cosas. Estoy seguro de que Juliana no se ve a sí misma como alguien con pretensiones de ofrecer una performance objetiva. De hecho, esa es la gracia de su programa («Al estilo Juliana»). Ella tiene una posición y no la oculta, como lo haría, por irnos a un extremo, un conductor de la BBC. Pero darle un espacio a Rosas sí es un recurso objetivo («both-sides journalism» dice Lowery en su tuit). Invitar a alguien que no piensa como tú, así sea para exponerlo ante tu público, es algo que normalmente se entiende como buen periodismo.
Y aquí es cuando hay que hablar de la famosa entrevista Hildebrandt – García. Tan famosa que no sólo tiene decenas de copias en Youtube, que no sólo aparece transcrita en el reciente libro El código García, sino que, como pueden apreciar, incluso hay youtubers centennials grabándose a sí mismos «reaccionando» mientras la ven. Un clásico inmortal.
Nuevamente: no estoy hablando de personas. No voy a comparar a Hildebrandt con Oxenford ni a García con Rosas. No es una cuestión de gustos por una u otro periodista ni de creencias en el aprismo o el evangelismo. Vayamos a la esencia. Despojándonos de nombres, ambas entrevistas podrían describirse de formas muy parecidas. Opuestas pero aplicables a ambas. Una: la televisión dándole pantalla a un sujeto que muchos consideran no solo detestable, sino peligroso para la sociedad. Otra: un periodista invita a alguien representativo de un sector de la sociedad, a quien expone durante el debate.
Aquí es cuando la discusión sobre la objetividad llega, creo, a un límite. Hay muchos otros factores en consideración, que determinan por qué ahora mismo estás pensando en que he cometido un despropósito en yuxtaponer ambas entrevistas. De todos esos factores, me parece que hay dos que son cruciales y determinantes. Uno es estrictamente periodístico y el otro, no. Empecemos con el factor periodístico.
LA POST-VERDAD.
Que no significa «mentira». La post-verdad se refiere a la desaparición de estándares –comunes a todos– para definir que algo es verdad. Se ha pulverizado la idea, propia de la modernidad, de asumir que existen autoridades para determinados aspectos del conocimiento.
Ahora, cualquier persona, sobre todo si está al alcance de tu celular, tiene el poder de contradecir el consenso científico o incluso los acuerdos más elementales sobre nuestra realidad. Desde los fans de la lejía milagrosa hasta los terraplanistas, la tecnología nos permite refugiarnos en nuestras propias cavernas platónicas, nuestras burbujas protectoras, donde elaboramos nuestros propios consensos y decidimos que absolutamente todos los demás están equivocados. La evidencia no importa, sino cómo nos sentimos frente a ella.
La lejía milagrosa, por citar el caso de moda, ofrece una gran sensación de alivio a mucha gente, que busca convencerse que, finalmente, ha conseguido un escudo contra la pandemia. Da lo mismo que sea el dióxido de cloro o el magnesol o el kión. La idea es aferrarse al sentimiento de que has accedido a un nivel de conocimiento que otros no. Y no vas a dejar que nadie –ni siquiera alguien que sí sabe del asunto– se interponga entre tu falsa protección y tú.
Eso es la post-verdad. La pérdida de referentes autorizados. Y es algo que va contra el principio periodístico más básico: buscar la verdad. Veamos a CNN en Español, por ejemplo: consideran que esta persona es un referente sobre la pandemia.
Esto es post-verdad. En la entrevista, Meier atribuye la gravedad de la pandemia en el Perú a la «escasez cultural» de su gente, un sentido común muy popular –tan popular que muchos de ustedes le deben estar dando la razón en este momento–, pero desmentido una y otra vez por científicos sociales. Es decir, entrevistar sobre la pandemia en Perú a alguien sin ninguna autoridad ni sanitaria ni sociológica te aleja de la verdad.
Con esto no quiero decir, por favor, que haya gente no entrevistable. Si pudiera, yo entrevistaría feliz de la vida (bueno, no tan feliz) a Vladimiro Montesinos o a Abimael Guzmán. Las razones morales no pueden anteponerse al interés periodístico.
Pero si tu entrevistado atenta contra la verdad, tu responsabilidad es exponerla tú. Lo hizo Hildebrandt con García y, creo, también lo hizo Oxenford con Rosas. Aunque puedo entender que algunos no quedaran satisfechos. Lo que nos lleva al siguiente punto.
LA SOBRERREPRESENTATIVIDAD.
¿Qué es representatividad? Que la gente necesita verse a sí misma en los medios. No solo como objetos de la noticia: gente a la que le pasa algo (se enferman, se accidentan, se mueren). También como sujetos de ella, ya sea como conductores o entrevistados u opinantes. Esto último es la representatividad.
La representatividad tiene varias encarnaciones. Social, por ejemplo. El 90% de caseritos de los principales sets y de los columnistas de los diarios nacionales viven en un par de ejes: San Isidro-Miraflores-Barranco y La Molina-Surco (ciertos lugares de Surco). Tener una voz de alcance nacional es tan difícil para un trujillano como para alguien que resida en Ventanilla.
A los periodistas jamás nos hablan de esto en la universidad (no nos hablan de muchas cosas en la universidad). Muchos podrían considerarlo extra-periodístico. Pero no lo es. El periodismo busca la verdad. Y, estadística básica: mientras más representativo seas, más te acercarás a la verdad.
También podemos ponerlo al revés. Vean este gráfico de Útero.pe. Es un análisis de los invitados a los principales programas políticos de la radio y la televisión durante un par de semanas del proceso electoral de inicios de este año:
¿Esta es una representatividad que se condecía con la verdad? No, por supuesto. Esto es sobrerrepresentatividad. A inicios de este año el fujimorismo (y sus aliados tipo Solidaridad o Contigo) eran brutalmente impopulares y, a la vez, se encontraban sobrerrepresentados en los medios. Eso te aleja de la verdad. De allí que, por ejemplo, el FREPAP se convirtiera en una verdadera sorpresa. Es decir, se hizo mal periodismo.
Y no me vengan con la libertad de expresión. Nadie está pidiendo que toda esa franja naranja –o cualquier voz discrepante– deba ser censurada. Ellos podrán expresarse donde quieran. Pero no existe el derecho a salir en televisión.
Con Christian Rosas existe, claramente, un problema de sobrerrepresentación. Dentro de la comunidad evangélicas su ascendencia es mínima, como lo han dejado claro varias denominaciones en estos días. Eso no quiere decir que no se le pueda entrevistar. Eso quiere decir que no se le debe entrevistar TANTO. Veamos una imagen de hace un par de meses.
El cintillo está muy bien. Como sucedió esta semana, entonces también se le confrontó. Ese no es el problema. Aislada, esta entrevista tampoco estaría mal. El problema es la repetición. No solo en el mismo programa (sigamos sin personalizar, por favor); eso no sería tan llamativo. Pasa con todos los medios, escritos y audiovisuales, que convocan a Rosas a cada rato, por el tema que sea, cada vez que el tipo postea algo en Facebook. Eso es sobrerrepresentar a un sector. Eso es flojera. Es mal periodismo. Y no es incidente aislado: es generalizado. Prendan cualquier canal y compruébenlo.
Con todo esto quiero decir que una entrevista no es solo una entrevista. Un reportaje no es solo un reportaje. Existe en el tiempo. Existe en un contexto. Con un poco de suerte, algo de lo que hacemos los periodistas puede existir libre de su contexto y de su tiempo, como la entrevista a Alan. Pero los periodistas trabajamos, principalmente, para el aquí y para el ahora.
Y el aquí y el ahora es una pandemia.
***
Hasta aquí el diagnóstico.
Es insuficiente, por supuesto. Pero creo que puede sentar las bases para que sigamos debatiendo. Lo importante es justo eso: tener referentes compartidos sobre los que podamos construir una discusión. El problema es que el periodismo –tal como lo entendemos ahora– no está logrando esto, que debería ser su meta mínima. Los periodistas, en este nuevo mundo digital, todavía no sabemos cómo hacer bien las cosas pero, al menos, podríamos ir tratando de entender qué es lo que estamos haciendo mal.