«Las élites niegan lo evidente. En una versión moderna e ideológica del «roba pero hace obra», promueven la tesis del «roba pero no es caviar».»
Los acontecimientos que se vienen sucediendo en el Perú en las últimas décadas dan cuenta de una descomposición propia de una enfermedad degenerativa en progreso. Es cierto que a lo largo de nuestra historia, el país se ha caracterizado por una salud inestable y precaria, pero luego de recuperada la democracia tras la dictadura militar, no imaginamos que la ilusión de gozar finalmente de buena salud iba a desembocar, pocos años después, en una crisis que nos ha puesto en la puerta de la unidad de cuidados intensivos.
¿El diagnóstico? El Perú padece de septicemia: infección grave y generalizada de todo el organismo como consecuencia de un foco infeccioso en su interior. Los agentes patógenos causantes de la intoxicación no le dan tregua al maltrecho paciente. Ha pasado del estornudo sospechoso a un cuadro de fiebre alta con profundo dolor de cuerpo acompañado de vómitos y diarrea que, en el extremo del agotamiento, ha empezado a convulsionar.
Esta crítica situación pasa por la existencia de algunos factores que se han diseminado por la vía del contagio social: la normalización de la corrupción, el desprecio por la integridad incluso en sus niveles básicos, y una resistencia indolente ante el escándalo. Esto último se traduce en la desvergüenza de quienes ejercen el poder y su absoluta indiferencia ante el grave perjuicio que sus actos le generan a la nación y a la ciudadanía en general, especialmente a los más vulnerables.
Un síntoma que no ha merecido ninguna atención es el de la deshonestidad intelectual. Una asombrosa cantidad de altas autoridades no han tenido ningún reparo en falsear información para aparentar grados académicos que no tienen. En los últimos años se han sucedido las denuncias por plagio contra ministros, magistrados, políticos, promotores de universidades, y hasta la presidenta de la República. Se inventaron cursos, grados, tesis, libros, artículos y cuanto pudieron para simular una solvencia académica, intelectual y profesional que no tienen y, lo que es peor, sin la cual no hubieran podido acceder a los puestos que desempeñan.
No sorprende, entonces, cuando los “padres y madres de la Patria” le roban el sueldo a sus asesores, dictan leyes para su propio beneficio, violan la ley reiteradamente en su vida privada, exhiben un prontuario con olor a INPE, aprueban acuerdos con cargo a ser redactados, se agasajan con bufetes, viajes y bonos por rendimiento, entre muchas otras ilicitudes que luego blindan con descaro al amparo nada menos que de la Comisión de Ética.
Los estertores se agudizan cuando el hermano de la presidenta utiliza los recursos públicos de las prefecturas para organizar su propio partido político y repartir dineros entre sus incondicionales, y da instrucciones a funcionarios públicos sin tener cargo alguno. O cuando el primer ministro interviene para acelerar pagos sospechosos a proveedores del Estado o agasaja a sus amigas con contratos y puestos públicos. Todo mientras la anomia social persiste con una ciudadanía impávida.
En un Estado sano, el sistema de justicia sería el llamado a corregir estas graves anomalías. Pero la infección también lo ha penetrado profundamente desde las orillas del crimen organizado. Cuando jueces, fiscales y abogados interactúan en redes criminales como las de Los Cuellos Blancos del Puerto para repartir impunidad a cambio de favores, o lucran con sus decisiones, algo se pudre en las entrañas de la justicia.
El nivel de gravedad de la infección lo expresa el último episodio en el que la reserva de glóbulos blancos al interior del Ministerio Público ha denunciado a su propia jefa, Patricia Benavides, por ser la cabeza de una organización criminal que opera desde la Fiscalía de la Nación, honrando el nefasto legado de Blanca Nélida Colán, Carlos Ramos Heredia y Gonzalo Chávarri. Sí, la misma fiscal que no puede acreditar que se ha graduado con su propio esfuerzo, que estrenando su puesto removió a la fiscal que investigaba a su hermana —jueza bajo sospecha en un caso de narcotráfico—, que se niega a ser investigada por la Junta Nacional de Justicia y para ello activa una acción de amparo, y que ha decidido remover arbitrariamente de sus puestos a fiscales anticorrupción.
En una actitud claramente oportunista e irrespetuosa con las víctimas de las protestas de fines del año pasado, Benavides, para distraer la atención sobre las imputaciones en su contra, decidió presentar una denuncia por homicidio calificado y lesiones graves contra Boluarte, Otárola y tres ministros del Interior. El problema no es la denuncia en sí, sino el descaro de aprovechar políticamente estas muertes cuando, antes, actuó con absoluta displicencia respecto de esa investigación. Basta ver cómo para ello nombró a una fiscal civil, sin trayectoria en investigaciones penales.
El cuadro clínico se complica cuando las élites, que se debaten entre el miedo y el simplismo, saturan sus redes negando lo evidente. En una versión moderna e ideológica del “roba pero hace obra”, promueven la tesis del “roba pero no es caviar” (caviar, ese concepto gelatinoso que dejó de ser el que califica al burgués con conciencia social, para describir un amplio rango de enemigos, desde el terrorista o comunista hasta el consultor ocioso que vive del Estado). En sus delirios conspirativos, Benavides aparece como una heroína de la democracia, Boluarte está salvando al país, Porky ha hecho méritos para ser el próximo presidente, y los congresistas, el defensor del Pueblo y el Tribunal Constitucional, a pesar de sus trapacerías, mediocridad y sesgos ideológicos, son el último reducto de defensa de la patria.
El sector privado pudo haber contribuido a paliar la infección con sus niveles de conocimiento, recursos e interés por que el país salga adelante. Pero, una vez más, no ocurrió. Atacado de una súbita afonía, ha optado por el silencio y la puesta de perfil, ”a la espera de que se aclare el panorama”. Ni el brutal desmontaje institucional iniciado por Pedro Castillo y continuado por el actual Gobierno, que desechó la meritocracia y privilegia la mediocridad y el pillaje, ni el anunciado colapso de la estabilidad económica que nos favoreció por años, han sido suficientes para movilizarlo y convocar a una junta médica con desfibrilador en mano.
El cuadro de pronóstico reservado se completa con una sociedad civil poco reactiva. ¿Será que la pérdida de la capacidad de indignación y movilización son producto de la pandemia?¿De la necesidad de subsistencia enfocada en cómo cubrir necesidades básicas? ¿Del miedo a la represión? ¿De la mezcla de hartazgo, frustración y pesimismo frente al futuro?
El tiempo nos lo dirá. Mientras tanto, no hay que olvidar que este proceso infeccioso ya ha costado la vida de demasiados peruanos y que, si no hacemos algo pronto, será muy tarde incluso para una terapia de shock.
Jose Ugaz S.M. es abogado, socio en Benites, Vargas & Ugaz Abogados. Ha sido Procurador Anticorrupción y Presidente de Transparency International